El joven William llevaba
trabajando sólo una semana en aquella peluquería de barrio. Era una peluquería,
coiffure, como le gustaba llamar a su
propietaria la señora Luchita. En realidad su nombre era María Elena Angélica
Lucía y de todos los Santos, pero los más allegados le llamaban Lucha, o
Luchita cuando era más joven, porque le encantaba la música del cantante
chileno Lucho Gatica, en especial la canción “El reloj”.
María Elena Angélica
Lucía y de todos los Santos conservaba un viejo tocadiscos que compró en el
mercado La Parada. No sabía bien por qué, un día paseando entre los puestos, se
topó con un señor que vendía un ajado tocadiscos de maleta. Sobre el plato
giradiscos estaba colocado un vinilo que giraba bajo una aguja que debía estar
un poco desgastada, porque el sonido que salía era…digamos que no muy perfecto,
era algo como arenoso y el disco giraba bajo la aguja oscilando con una pequeña
onda que producía una imagen, tal que si el disco bailara al sonido de la
canción. “…..reloj no marques las horas, porque voy a enloquecer…”, tema que
popularizarían “Los Panchos” y Luis Miguel.
Tan cautivada quedó con
la voz melodiosa de lucho Gatica que por la noche no pudo dormir escuchando en
su cerebro de adolescente una y otra vez la melodía. “…reloj no marques las
horas, porque voy a enloquecer…”.
A la mañana siguiente rejuntó
toda su calderilla y se fue al mercado con la intención de comprar el aparato y
el disco. Ese día no había mercadillo y María Elena Angélica de todos los
Santos se llevó una gran decepción. Sentándose en un bordillo recogió su cabeza
entre las rodillas de sus delgadas piernas y lloró. Lloró tanto que sus
lágrimas se convirtieron en un río salado que inundó la calle hasta anegar los
portales de las casas de aquel barrio del Callao.
Volvió cada mañana, de
todos los viernes del mes de Mayo, durante varios años buscando y rebuscando
por ver si veía al vendedor. Se engañaba diciéndose a sí misma que era el disco
con su giradiscos lo que buscaba, pero no era verdad. Lo que María Elena ansiaba
eran los lindos ojos verdes del vendedor que la habían enamorado sin ella
saberlo.
Con el paso del tiempo
aquellas piernas flacas de la muchacha se convirtieron en hermosas columnas
bien torneadas, duras, firmes, de carnes prietas, que subían por unas caderas
ondulantes para acabar en una cintura de avispa. María Elena se había
convertido en una hermosa mujer de pechos abundantes, hermosos. Ella lo sabía,
conocía que sus senos causaban la mirada lasciva y curiosa de los hombres y de
alguna que otra mujer. Se vestía con blusas escotadas de tacto sedoso que se
ajustaban perfectamente a sus tetas para mostrar sin enseñar. Una melena negra
y abundante caía como una cascada sobre su espalda, ondulante, insinuante ,
Algunas veces formaba una trenza gruesa
que se movía simulando al caminar que le daba un movimiento parecido al tic tac
de un reloj de pared.
A los tres años, justo el
mismo día y a la misma hora, volvió a oír la melodiosa canción. María Elena
acababa de cumplir los 16 hacía tan sólo unos días. Al principio no creía que
fuera verdad y pensó que sus oídos la engañaban. Se puso las manos por detrás
de las orejas apartando su hermosa cabellera negra azabache para intentar oír
mejor lo que sus oídos afirmaban y su mente quería negar, que por fin volvía a oír
el gramófono. Bendito Dios, bendita Rosa de Lima. Sus plegarias habían sido
escuchadas. Que lástima que no pudo tener el giradiscos en sus 15, en la fiesta
de largo. Aquel día le habría gustado mucho bailar con sus zapatos nuevos y su
vestido de encajes con aquel muchacho tan lindo que la sonreía al fondo del
local, su primo Elder.
El mejor de los regalos
de cumpleaños que se podía tener era precisamente ese disco, ese giradiscos,
pero nadie se lo regaló.
Volvía a escuchar esa
bonita canción que la enamoró y deseó con todas sus fuerzas que tras ella
encontrara a aquel hermoso hombre de cabello dorado como el sol y ojos verdes
como las esmeraldas.
Lo que encontró no fueron
unos ojos verdes, los ojos que alumbraban la faz pálida del hombre se habían
convertido en ojos grises de mirada profunda y penetrante. Un ligero tono
rojizo llenaba esos ojos verde-grises. Atardecía cuando lo encontró. Era él, el
hombre que levantaba la aguja del giradiscos cuando acaba la canción y la ponía
una y otra vez al principio del vinilo.
María Elena notó como sus
pezones se erizaban al ver de nuevo esos ojos verdes, o más bien como su mente
los recordaba, verdes. No quería sentir eso, se negaba a tal tentación, eso era
cosa del demonio que había ocupado su cuerpo durante esos años. Temblorosa se
acercó al hombre y armándose de gran valor, pues le temblaban hasta las piernas,
le saludó.
—Buenos días buen hombre.
Disculpe que le moleste pero estoy muy interesada en el aparato este, sobre
todo en el disco del reloj. Sería usted tan amable de decirme cual es el precio?.
María Elena no podía
apartar de ninguna manera su mirada de esos ojos que parecían hablarle sin
llegar a decirle nada. De fondo la música de Lucho Gatica.
—Que linda boca tienes
niña, y que linda mirada y que bonito cuello, que ganas me dan de besarlo, de
morderlo…dijo él en voz tan baja, en un susurro imperceptible que la muchacha
no pudo entender.
—¿Cómo dice, buen señor?
—Digo que una muchacha
tan bonita, tan linda, tan hermosa, tan cautivadora, seguro que le gustaría tener
en su habitación este tocadiscos, ¿verdad?. Tan sólo cuesta unos soles.
María Elena muy nerviosa
y excitada no atinaba a decir nada, tan sólo notaba la mirada penetrante del
hombre que parecía atravesar su mente y leer en los más recónditos de sus
rincones. El hombre ahora parecía mas bello y joven y con sus ojos grises
acarició los pezones erectos de la muchacha.
María Elena ya no era la
misma niña que vio por primera vez a aquel hombre. Notó como la miraba con
deseo y sintió como algo le subía desde la entrepierna hasta la misma boca del vientre.
Eso debía ser lo que sus amigas llamaban “tener mariposas en el estómago”.
—No tengo mucho dinero
señor, pero le puedo ofrecer algo más valioso a cambio. Este anillo heredado de
mi abuela, es de oro precolombino. No sé que significa eso pero sí sé que mucha
gente me lo ha querido comprar en más de una ocasión.
—No me interesa tu
anillo, muchacha. Estoy seguro que me puedes pagar de una manera mejor. Eres
muy linda. Tan linda, tan hermosa…
—No entiendo muy bien
señor—dijo la muchacha mientras disimuladamente se levantaba la falda por los
muslo hasta casi llegar a mostrar su templo sagrado. Ese rincón entre sus
piernas que muchos muchachos quisieron descubrir y que ella no le mostró a
ninguno.
—Ven quiero enseñarte
algo—le dijo el hombre a la joven mientras le mostraba el camino a una
destartalada furgoneta.
La joven sintió un calor
que la asfixiaba y se desabrochó la blusa mostrando el nacimiento de sus
hermosos senos.
(¡¡¡Santa Rosa de
Lima!!!no podía creer de ella misma que estuviera hablando así. No podía
entender que se estuviera insinuando de esa manera a un desconocido). Le siguió
hasta una destartalada furgoneta…
Lo que ocurrió después
nunca se supo. Pero sí que María Elena volvió a su casa con una maleta, mejor
dicho con dos, una en la mano y la otra en sus entrañas.
II
UN BEBÉ NO DESEADO
El vientre de la joven
fue creciendo a medida que pasaban los días, que pasaban los meses. Luchita
como ya la llamaban por aquel entonces las vecinas, hartas de oír una y otra
vez la canción del reloj, no sabía como ocultar su embarazo. Por las noches
lloraba en silencio bajo la almohada y se maldecía a sí misma por haber cedido
al deseo. Le habría gustado parar las agujas de aquel maldito reloj y que no
marcara las horas como decía su querida canción. El tiempo corría y en la misma
proporción el vientre de la joven iba en aumento. Cada día le resultaba más
difícil ocultar el embarazo.
—Hija, no comas tanto—le
decía su madre—estás engordando mucho. ¡Deja de comer tanto dulce, tanto arroz
zambito y tanto ranfañote!.
—Tienes razón mamá. Tengo
que comer menos y hacer más ejercicio. Creo que me voy a ir una temporada al
convento donde está mi prima Sor Lucía. Quiero meditar sobre mi futuro. Allí
haré ejercicio en la huerta, madrugaré más y por lo tanto dormiré menos.
—Pero ¿que estás diciendo
hija, te quieres meter monja y dejarme aquí sola?
Luchita no pudo más y
rompió a llorar con un llanto tan fuerte que desató una tormenta que inundó el
Callao…
Entonces le contó a su
madre lo que había sucedido con el hombre del giradiscos.
—Ay Dios mío, pero…cómo
has podido caer así y con un desconocido…que van a pensar y que van a decir en
el barrio. Sí mejor vete al convento ese. Me voy a que me de el aire. Cuando
vuelva no quiero verte aquí. Has mancillado esta familia, has cometido pecado y
debes pagar por ello.
Y la madre de la joven
salió dando un portazo.
La pobre Luchita se quedó
muda mirando al techo sin saber bien que hacer. ¿ por qué tuvo que contárselo a
su madre, por qué había tenido esa debilidad?. Ya había acordado con sor Lucía,
su prima, que iría a pasar los últimos meses de embarazo al convento y que
daría a luz en el anonimato que le aportaban los gruesos muros del recinto. Que
incluso había encontrado un matrimonio que se quedaría con el bebé. Una pareja
de mediana edad que andaba deseosa de tener descendencia, pero que por causas
desconocidas, no podían tener hijos. Era un matrimonio bien avenido del barrio
alto que le daría lo que ella no le podría dar nunca, una buena educación y
sobre todo un hogar en el que crecer sano y feliz.
María Elena, con lágrimas
en los ojos, se marchó de la que hasta ese momento había sido su casa y se juró
a sí misma no volver jamás.
Cuando salió a la calle
se aflojó el corsé que llevaba para disimular su embarazo y al instante notó
que su bebé rompía a llorar en el vientre. Según la creencia popular cuando una
madre oye y nota llorar a su bebé antes de nacer, es decir si el niño o niña,
aún no nacido llora en el vientre materno, este nacerá con un don especial al
que se le llama “gracia”.
Luchita sonrió ante este
hecho y creyó que su hijo vendría al mundo con bendición. Que su pecado había
sido limpiado y desde ese momento se encontró en paz con Dios y consigo misma.
Esto hizo que la joven se arrepintiera de dar en adopción a su bebé. No lo
daría, hablaría con sor Lucía y le explicaría cual era su sentimiento.
Trabajaría duro de día y
de noche si hacía falta para ocuparse dignamente de su hijo. No sabía cual era
el sexo del pequeño ser que albergaba en su interior, pero quiso creer que
sería un niño, un varoncito. Ella era hija única y le habría gustado tener un
hermanito con el que jugar y compartir. Ahora se le presentaba la oportunidad
de tener un hombre con ella, un muchachito y eso le hacía feliz, inmensamente
feliz.
Tardó más de media hora
en llegar al convento y esto le dio para reafirmase en su propósito de no
entregar el bebé a nadie, lo criaría ella sola. La mirada de desprecio que vio
en su madre le confirmó que no obtendría su ayuda para criarlo y menos en ese
barrio donde la señalarían constantemente con el dedo. Por lo tanto sabía que
sería difícil salir adelante, pero con esfuerzo, amor y tesón lo conseguiría.
Luchita llamó con los
nudillos a la puerta que se hallaba ante ella. Una puerta de gruesa madera con
clavos de cabeza grande y redondos parecidos a los hierros con los que Jesús
fue clavado en la cruz. Al tercer golpe la visa se le nubló y los clavos
desenfocados giraron a su alrededor. Sus piernas se aflojaron y sus rodillas se
doblaron y golpearon duramente contra el suelo.
Cuando la muchacha se
recuperó del desmayo se vio tumbada sobre una cama. Sábanas blancas por debajo
y sábanas blancas cubriendo su cuerpo. Un cuerpo que parecía haber
adelgazado…Luchita se tocó y el vientre y no notó nada.
—Dónde está mi
bebé—gritó.
De repente una puerta se
abrió y apareció una monja. Era sor Lucía.
—Ya despertaste mi
niña…llevas durmiendo muchas horas—dijo la monja mientras corría las cortinas
de la ventana inundando de luz la minimalista estancia.
—¿Mi bebé?
CONTINUARÁ...
No hay comentarios:
Publicar un comentario