Dedicado
a Raúl Fernández Calcerrada y a Conchi Hurtado Ponce. Dos de mis lectores más
entusiastas. Ellos fueron los primeros en pedirme que “El muchacho de los ojos
grises siguiera. Y como yo casi siempre hago caso a mis lectores aquí os
presento el nuevo relato.
PROFANADORES DE TUMBAS, relato número VI.
“No profanar el
sueño de los muertos”.
N
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oche de sábado. Junto al muro del
cementerio una fila de coches aparcados. Todo el mundo sabe que los muros del
cementerio son un lugar ideal para hacer cruising y follar con total
tranquilidad sin ser molestados. Los muertos no molestan a nadie, siempre que
se les respete.
La puerta del conductor
de un BMW rojo se abre y sale un joven de unos 25 años. Ya con la puerta
abierta se puede oír mejor la música que suena en el interior del vehículo.
Back to black, la inconfundible voz de Amy se deja oír en la oscuridad de la
noche. El joven enciende un cigarrillo y el resplandor que desprende la luz
azulada del Zipo de oro alumbra por un instante un bello rostro de piel
trigueña. Sus rojos y carnosos labios chupan del cigarrillo. El humo absorbido
es retenido por unos segundos en los pulmones para ser expulsado caliente con una elegancia cinematográfica.
A una cierta distancia la
imagen del joven recortada por la pálida luz de la luna otoñal simula un cartel
de cine, del maravilloso cine en blanco y negro de la época dorada de
Hollywood.
Un Ibiza blanco pasa muy
despacio por la fila de coches aparcados observando, escudriñando, en la
oscuridad de la noche del 31 de Octubre.
«Menudo bombón» piensa al
pasar por el BMW rojo «pero no está hecha la miel para la boca del asno…hay que
joderse, y este no viene a hacer chapas claro…o quizá sí y por eso ese pedazo
buga…o lo mismo trapichea…y a mí que más me da, no me lo voy a poder comer…Anda
mira ahí hay un hueco voy a parar y aparcar ahí porque ya no aguanto más y he
de mear…si no tomara tanta cerveza…»
El conductor del recién
llegado Ibiza blanco descolorido, con un arañazo en forma de rayo que lo
atravesaba de adelante a atrás y de color rojizo, aparca como a cinco coches
del BMW rojo.
Gira y al hacerlo casi
roza al auto de la izquierda, un flamante Ford negro. El ocupante se lleva un
susto de muerte al pensar que su maravilloso y recién estrenado vehículo
pudiera ser ni tan siquiera manchado con la cagada de una mosca, con que menos
que se lo dañaran tan bien aparcado como él estaba.
«Será gilipollas el
tío…si me llega a dar se entera…le parto la cara y luego le pongo un parte
que…»
Mariano, que así se llama
el conductor del Ibiza blanco, se apea sin tan siquiera haber visto que el Ford
de su izquierda estaba ocupado y se pone a miccionar contra el muro de ladrillo
del cementerio. Mientras lo hace juguetea con su miembro intentando acertar con
el chorro de orina sobre unas malvas que nacen junto al muro de ladrillo.
Mientras micciona mira a un lado y otro casi esperando que alguien se le
acerque. Con la mano derecha sostiene su
miembro viril, mientras que con la izquierda fuma pausadamente. Bueno no fuma
con la mano, chupa con la boca y expulsa el humo que se funde con el vaho que
desprende al respirar en un ambiente frío y húmedo como la noche de final de
Octubre.
De repente nota a su
diestra la presencia de alguien y se sobresalta porque no le ha oído llegar, a
pesar de la alfombra de hojas secas que se extiende a lo largo del muro. Las
hojas amontonadas por el viento, suelen crujir como cucarachas al ser pisadas,
pero en esta ocasión no.
Mariano mira de reojo
hacia su derecha al recién llegado y comprueba que es un hermoso joven de
cabellos dorados y largos hasta los hombros. Los rayos de luna llena se
reflejan en el cabello produciendo destellos de filigranas de oro con un ligero toque ígneo.
Un tercer joven se les
une sigilosamente acariciando su endurecido pene por encima del pantalón
tejano.
«Vaya, picha española no
mea sola» piensa Mariano mientras mira con mal disimulo al tercer joven que con
inmenso descaro saca un descomunal, un gran pene que arroja sobre las ya
mojadas malvas un espeso chorro de espumeante orina amarilla.
«No entiendo como puede mear
así tan empalmado como está el cabrón» piensa el pobre Mariano mientras reniega
de su pequeña polla».
A unos metros del trío
por un hueco en el muro se cuelan dos jóvenes y se adentran en el cementerio.
Entre besos y caricias llegan hasta una tumba con lápida de mármol y letras de
metal dorado. Sobre ella no hay ningún signo religioso, sólo un nombre: Edward.
Uno de los jóvenes apoya
su trasero sobre el borde de mármol sin dejar de comerse la lengua de su
amante. Este le baja los pantalones y le fuerza a darse la vuelta con intención
de penetrarlo. Lo consigue con oposición de su amante porque es más corpulento,
más fuerte. Justo cuando lo está penetrando ve algo que le asusta y le obliga a
salir corriendo hacia el mismo hueco en el muro por donde entró.
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